“No cojáis el coche el próximo junio y corráis hacia la tierra de los cañones con la esperanza de ver algo de lo que yo he intentado evocar en estas páginas. En primer lugar, no podéis ver nada desde el coche; es preciso que salgáis del maldito artefacto y andéis, mejor aún, os arrastréis, con manos y rodillas, sobre la piedra arenisca y a través de espinos y cactus.”
Edward Abbey
Sarna con gusto
¡Porca miseria! pensé entre jadeos. Estaba solo y el agua apenas corría
debajo de mí en aquella maldita gatera a doscientos metros de profundidad. De
hecho, por eso estaba solo en las entrañas de la Tierra, porque el agua no
corría. Andoni e Isaak habían continuado instalando la sima y la inmensidad opaca
de una oscuridad total no tardó en engullir los destellos de luz y el lejano tintineo
de hierros de mis compañeros, creando una abrumadora sensación de soledad. Yo
me había quedado en lo que la vieja topografía francesa definía como vote mouillante. Se trataba de una
gatera que las diferentes riadas habían ido colmatando hasta casi cegarla.
Instalar la sima R31, Tartracina para los amigos, era una de las primeras labores
de la campaña de verano que el grupo de espeleo Otxola había organizado en el
Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido.
Parecía que la Tartracina no nos lo iba a poner fácil, no desde el
principio por lo menos. La temperatura aproximada de la cavidad era de entre
dos y tres grados centígrados, igual que la del agua que regaba la mayoría de
pozos por donde teníamos que rapelar. Para más inri, después de estrecheces y
algún paso sifonante, estaba aquella gatera del paso mojado a menos doscientos, la cual nos obligaba a la
utilización de trajes secos. Otxola
había comprado dos de estos trajes en algún país de Europa del Este, los cuales
habíamos probado una calurosa tarde de junio en una laguna de las afueras de
Iruñea ante la mirada insólita de los domingueros. Efectivamente, sí, estos trajes son para ir a la luna, les confirmamos
a los curiosos ante sus marcianas preguntas. Jotas aportó un tercer traje seco
a la campaña. Por lo tanto, aquel condenado paso mouillante nos imponía la utilización de los famosos trajes, lo
cual quería decir que tendríamos que entrar de tres en tres como mucho.
Oskar e Iñigo habían instalado los primeros cien metros unos días antes, en
una jornada maratoniana después de ayudar en el porteo que realizaba el
helicóptero para los dos campamentos de campaña. Habiéndose levantado a las
cinco y media de la mañana del lunes en Nerín, llegaron a Iruñea a las tres de
la mañana del martes, casi veinticuatro horas después. Iñigo solo encontró una
explicación lógica a su labor:
-Sin ningún lugar a dudas, yo debo ser el más tonto del pueblo… ¡Vaya
paliza!
Labores de porteo |
El jueves de esa misma semana llegó al campamento montado un par de fajas por
encima del refugio de Góriz el primer grupo de espeleólogos, recibidos
amablemente por las deidades de la montaña con una buena granizada. Cargados de
ilusión, con el cosquilleo de la incertidumbre en el estómago por los
resultados que pudiera dar la campaña de ese año 2019, montaron algunas tiendas
y cenaron con las últimas luces del día.
Al día siguiente Zuri, Ali e Itzi se repartieron los petates y conformaron
el primer equipo de tres para darle caña a la instalación de la Tartracina.
Jotas y Joanes entraron cuatro horas después para cogerles el relevo a las tres
mosqueteras. Iñigo se quedó fuera tomando el sol, algo iba aprendiendo.
Parecía que nuestra presencia incomodaba a la que durante años, o décadas
tal vez, había sido una oscuridad desértica. La baja temperatura, los bloques
de hielo y el agua helada salpicándolo todo nos decían que no éramos
bienvenidos. Los elementos subterráneos actuaban como anticuerpos rechazando el
virus que representábamos los humanos. La cavidad nos ofreció una de sus caras
más hostiles.
Campamento Tartracina campaña Ordesa |
Isaak y yo llegamos al campamento en el atardecer de la segunda jornada de
campaña, después de cabalgar algunas pistas rurales en el imbatible Twingo de
Txibi y recorrer a pata algunos kilómetros del Parque hasta el campamento. El
panorama que nos encontramos fue desolador. Itzi y Zuri estaban muertas de frío
a pesar de estar en pleno agosto y sus miradas dejaban en evidencia las duras
condiciones de la sima. Ali no dejaba de vomitar y se encontraba realmente mal.
-Zuri ha ido instalando –explicó Itzi-, y Ali y yo por detrás con los
petates de material. Nos hemos quedado heladas esperando.
-Es que esta cueva es muy fría, y te mojas mucho –fue la conclusión de Iñigo.
¿A dónde coño he venido? Evidentemente, esta fue la pregunta que me hice una y
otra vez en aquellas primeras horas de la que era mi primera campaña
espeleológica de verano. Viendo el estado de mis compañeras, todas ellas mucho
más curtidas que yo en batallas subterráneas, el cuerpo me pedía dar media
vuelta y poner rumbo al Hotel Palazio de Nerín, donde seguro una buena cerveza
me daría la bienvenida entre anécdotas de Pedrito. Una retirada a tiempo es una victoria que se ha dicho toda la vida,
según parece inventada por un tal Napoleón, y que los cobardes repetimos
habitualmente.
Ahora, por exigencias del guión, me reivindicaré como cobarde, para lo cual
hace falta mucho valor. ¡Cobarrrrdeeerr!
que diría otro personaje histórico. Siempre he oído que los cementerios están
llenos de valientes, y las rutas al Everest llenas de gente congelada que no
supo darse la vuelta. Según cuentan, una de las claves para sobrevivir en la
montaña es conocer tus fuerzas y saber darse la vuelta a tiempo. Lo de la
fuerza podría estar claro: el equipo es tan fuerte como el más débil del grupo.
Lo de darse la vuelta, ya no es tan fácil. Complejos, vergüenzas,
fanfarronerías y egos entran en conflicto habitualmente. En cualquier caso, la
culpa casi siempre es del silencio. Todo Cristo se huele la movida pero nadie
dice nada.
En espeleo, si hablamos de movidas o experiencias traumáticas, a mi la
mente se me va automáticamente al día que realizamos la travesía B15-B1, cerca
del Monte Perdido. La B15, boca superior de entrada al sistema, se encuentra a
2.216 metros de altitud y la B1, boca inferior de salida, también conocida como
Fuentes de Escuaín, a 1.065 metros. Eso nos da un desnivel de 1.151 metros por
las entrañas de la Tierra entre ríos, cascadas, galerías, meandros y lagos. Algo
inspirador para los amantes de la aventura y de la literatura de Verne, y
aterrador para la mayoría de los mortales.
Aquel día cometimos la mayoría de errores que se pueden cometer, pero
salimos vivitos y coleando, aunque fuese por poco, y aprendimos bien la lección.
La espeleología es una actividad de equipo y es responsabilidad de todos que la
empresa llegue a buen puerto. El día anterior un conocido de un conocido nos
envió una foto y un comentario de cómo estaba el caudal en Fuentes de Escuaín,
y nos ahorramos el paseo de ir a comprobarlo. Desayunamos realmente poco y nos
pusimos en marcha. Nadie cogió su GPS y no teníamos coordenadas confirmadas (ya sabrá éste, o aquél debimos de pensar
todos). Antes de encontrar la boca de la B15, estuvimos horas para arriba y
para abajo por la ladera del monte coleccionando agujeros de nombre B y
diferente número por apellido. Una vez dentro de la sima, pasada la cota de
menos doscientos creo recordar, la única reseña que teníamos (otro gran error)
indicaba que por la derecha entraba un pequeño aporte de agua. Nosotros vimos
un riachuelo en toda regla. Sin insistir demasiado, alguien hizo algún comentario
dando a entender que aquel punto era la última oportunidad de dar marcha atrás,
pero nadie dijo nada y continuamos. El caudal del río por el que avanzábamos fue
aumentando considerablemente hasta que nos surgió la duda de dónde debíamos
ponernos los neoprenos. Antes de entrar no habíamos estudiado bien la topografía
ni las diferentes reseñas, y la única que teníamos no lo dejaba claro. En
cualquier caso, ya no había posibilidad de retirada. Habíamos descendido
cientos de metros y el fuerte caudal convertía cualquier intento de remontada
en una tarea titánica, en un momento en que, mis fuerzas por lo menos,
empezaban a flojear. Según parece, nos pasamos la posibilidad de continuar por
una galería fósil que atajaba algunas horas la travesía y lo hicimos por el río
principal, que iba sobradísimo de agua, exigiéndonos un esfuerzo mucho mayor.
El grupo se fue estirando debido a nuestros diferentes ritmos de avance y
finalmente nos reagrupamos en la llamada Turbina, una gran cascada que formaba
el río principal que entraba por la derecha. Aquel río saltarín de aguas vivas iba
crecidísimo y nos confirmó que no iba a ser fácil salir de allí. Al llegar a
una cuerda ascendente que salvaba una zona sifonada el grupo se rompió y, divididos
en grupúsculos y completamente aislados entre nosotros, cada uno avanzó como
pudo. El ruido atronador del agua boicoteaba cualquier intento de comunicación.
Los que iban por delante llegaron al temido paso llamado túnel del infierno, el cual parecía estar completamente sifonado. Por
momentos parecía sifonado, por momentos parecía que no. El primer grupo diseñó
una estrategia: si conseguían cruzar, dos continuarían hasta afuera lo más
rápido posible y sin detenerse, con la función de dar la alerta si el resto no
conseguíamos salir. Los demás, si no conseguíamos salir, buscaríamos un sitio para
intentar montar un vivac y esperar el rescate.
Yo, que iba muy justo de fuerzas, me descolgué del primer grupo en la
trepada y continué solo. Saber que varios compañeros venían por detrás me daba
tranquilidad. Una falsa tranquilidad según supe después. Cometí el error de
ponerme el buzo de espeleo por encima del neopreno, y las rodilleras por encima
de todo. El alto caudal obligaba a continuas trepadas y destrepadas, y aquella
armadura que me había puesto me desgastaba a cada movimiento. Otra lección de
aquel día: en espeleo, menos es más
habitualmente. El rugido ensordecedor del agua me aislaba completamente del
mundo. Me concentré en intentar hacer bien las cosas, despacio, a mi ritmo,
pero intentar hacerlas bien. No lo conseguí en todo momento. Mis fuerzas
desaparecieron y mi progresión se ralentizó por completo. La pájara era total.
Continuamente miraba hacia atrás esperando ver a alguien, o el resplandor de
alguna frontal. En numerosas ocasiones me pareció oír sus voces, o el tintineo
de su material colgando del arnés. Evidentemente, aquello era imposible. El
estruendo atronador del cauce crecido solo me permitía oír mis pensamientos. La
paranoia se apoderó de mis ojos y mis oídos. Sin pensar lo que quedaba por
delante, intenté concentrarme continuamente en el siguiente paso a dar. No mires demasiado en el abismo escribió
Edward Abbey, no sea que el abismo mire
dentro de ti. Yo, por suerte, no era consciente que el agua estaba
sifonando varios pasos por delante y creía que solo y únicamente estaba en mi
mano el conseguir salir de aquella trampa acuática. Paso a paso, maniobra a
maniobra, intenté concentrarme en el momento. En varios momentos me pareció ver
y oír a mis compañeros por detrás, lo cual recuerdo como vagas imágenes de
reflejos de luz. Aquellas diminutas señales me ofrecieron la tranquilidad que
necesitaba para continuar. Sin duda, aquellos destellos fueron mi tercera persona. Los testimonios de
experiencias muy extremas cuentan que se sintieron ayudados por la presencia de
un compañero, y que no sentirse solos
fue clave. Ese fenómeno se conoce como la
tercera persona. Es una fuerza real, que te guía y te da valor en el
solitario camino.
Yo en esas andaba, superando las dificultades una a una buscando sentirme
acompañado aunque solo fuera por lejanas voces imaginarias. Cuando llegué al bien
llamado túnel del infierno, dos compañeros me esperaban. Uno de ellos se hizo cargo
de mí por completo al ver el estado en que llegaba y el otro se quedó esperando
a los otros dos que faltaban por detrás.
Pasamos el maldito túnel a punto de sifonarse, rallando la roca del techo
con el casco y teniendo que sumergir parte de la cara en el agua aguantando la
respiración. Después hicimos una parada para descansar y atiborrarme de
gominolas. Poco a poco, con la ayuda de mi compañero, conseguí superar todas
las dificultades de cuerdas, pasos a punto de sifonar, estrecheces y cascadas
brutales hasta el exterior. Eran las tantas de la madrugada y el contrapunto
del color verde de la vegetación me arrancó un suspiro de calma.
En Fuentes de Escuaín, boca inferior de la travesía, los compañeros que
habían logrado salir con la misión de activar un posible rescate nos dieron una
emocionada bienvenida. Llevaban dos horas de angustiosa espera, intentando
controlar si el cauce subía o bajaba, valorando nuestras posibilidades de éxito.
Mojados, tapados con mantas térmicas y espeleoponchos, nos quedamos a
esperar a los tres que faltaban.
Tres horas después aparecieron las luces del último grupo. Sus caras
describían la odisea que habían vivido. A uno de ellos también le había dado
una pájara de elefante y había perdido toda autonomía en las maniobras de
progresión por las cuerdas. Además, dudaron varias veces sobre la ruta a
seguir. Aquel día teníamos la función de renovar la instalación de cuerdas
fijas de la cavidad, función que en principio fuimos realizando, hasta que,
dado la gravedad de la situación, la prioridad fue salir de allí cuanto antes.
Por ello, cuando el último grupo llegó a varios puntos y vio lo precario de la
instalación, no les entraba en la cabeza que los demás hubiéramos pasado por
allí. Dieron varias vueltas hasta convencerse que debían continuar por aquellas
penosas cuerdas.
Sea como fuere, estábamos todos fuera, constatando lo acertado da las
decisiones tomadas in extremis ante lo
complicado de la situación. Llegamos a los coches casi veinticuatro horas
después, en un silencioso camino de retorno. Algo había fallado. Sabíamos que
ese día y los siguientes no iba a llover. Sabíamos que los días anteriores
había llovido, así nos lo indicaban los dos pluviómetros de la zona que
habíamos consultado, pero el estado de los ríos principales era el habitual,
sin nada que indicara grandes crecidas. En cualquier caso, viendo la crecida
que llevaban los ríos subterráneos, llegamos a la conclusión de que en esa zona
se había dado alguna fuerte precipitación muy localizada sin llegar a ser
registrada por los medidores. Otro gran condicionante, sin duda, fue el permiso
que teníamos para realizar aquella travesía regulada. Habíamos rechazado una
primera fecha por mal tiempo, por lo tanto, o la realizábamos aquel precioso día, o el permiso se nos
caducaba. Como sucede a menudo, las ganas y la ilusión le ganaron todas las
batallas a la prudencia. Aquella experiencia, casi traumática, nos llevó
inevitablemente a la autocrítica, tanto personal como de grupo, y resultó ser
un gran aprendizaje colectivo.
Equipo coloración Cigalois |
Volviendo a la campaña de verano, con los incómodos recuerdos de Escuaín
presentes, el respeto que me imponía la Tartracina era más que evidente. Jotas
y Joanes salieron sobre las tres de la mañana después de haber cogido el relevo
al primer equipo y al día siguiente entraríamos Isaak, Andoni y yo. Isaak y
Andoni, como ya he mencionado, continuarían con la instalación de la sima y yo
me quedaría en el paso mojado de menos doscientos quitando algunas piedras e
intentando canalizar un poco el agua para que corriese. Si evitábamos que el
agua se estancase, el paso mojado sería mucho menos mojado, lo cual era un
avance importante teniendo en cuenta la fría temperatura.
El susto de Escuaín y el
testimonio de los que salían de la Tartracina me habían atormentado toda la
noche anterior. Vuelta y vuelta en la tienda de campaña, las pesadillas fueron
de órdago.
En la gatera, una vez que tuve el agua encauzada, me encaminé hacia donde
creía que estaban mis dos compañeros. Siendo la tarea de instalar lenta y
trabajosa, no tardé en alcanzarlos una hora después en la cabecera de un pozo
de sesenta metros por donde el agua se precipitaba mojándolo todo. Metro a
metro, por un barranco calizo espectacular, llegamos hasta el pequeño colector
de menos cuatrocientos. El objetivo de aquella jornada quedaba cumplido.
El escalador Tommy Caldwell escribió que lo mejor de darte con la cabeza
contra la pared es lo bien que te sientes cuando paras. “Lo mejor de entrar en
las cuevas es salir” que decimos los espeleólogos. Ascender los más de
cuatrocientos metros que habíamos descendido nos llevó entre cuatro y cinco horas
de continuo esfuerzo, sudando y acalorados a pesar del intenso frío. En la base
del pozo de sesenta picamos algo y tomamos una reconfortante sopa. Los trajes
secos los dejamos en una pequeña salita después del paso mojado, a la espera
del equipo del día siguiente. El de Jotas, que había llevado puesto yo, se
había pinchado. La costura del viejo buzo de PVC que llevaba por encima se había
reventado y las cortantes aristas de caliza hicieron el resto.
Una vez llegados al campamento pasadas la una y media de la madrugada, reventados
y de subidón al mismo tiempo, nos metimos un plato de lentejas con chorizo
entre pecho y espalda nivel Dios.
Los siguientes días, mientras hacíamos alguna prospección por el carst y cuatro
coloraciones en ríos subterráneos, varios equipos continuaron con la
instalación de la Tartracina, realizando una escalada para cortocircuitar un
primer sifón y, tras llegar al gran colector, colocar dos fluorocaptores.
Las fechas y los recursos no dan para todo y el buceo del tercer sifón de
la Tartracina queda en el aire. Todavía con la presión de ir a un lugar extremo
pero con algo más de confianza debido a la experiencia positiva de la jornada
anterior, me toca (y además me apetece) bajar hasta el gran colector para
recoger los fluorocaptores y comenzar la desinstalación de nuestra amiga la
Tartracina.
subidón al llegar a campamento |
Itzi, Isaak y yo formamos equipo. Bajamos hasta el pequeño colector de
menos cuatrocientos como un tiro, en un par de horas. La confianza fue haciéndose
un pequeño hueco en mi mente, dándome la oportunidad de disfrutar de una señora
sima. El estrecho meandro serpenteante que formaba el pequeño colector nos
condujo hasta el gran colector después de unos cientos de metros y de cortocircuitar
el primer sifón con una escalada. Al fin, poníamos los pies en aguas del gran
colector. Los golpes de gubia dejaban en evidencia cómo el agua había tallado a
lo largo de miles de años aquel gran colector en forma de tubo horizontal, de
una forma semicircular extraordinaria. El paseo se convirtió en una experiencia
sensacional. Espectacular. Única. La sensación de plenitud fue total, aún
siendo conscientes que más de cuatrocientos metros de roca por encima de
nuestras cabezas nos separaban del exterior. Me sentí privilegiado de estar en
aquel lugar tan terroríficamente precioso.
La campaña de Ordesa se prolongó unos días más y, a pesar de que los buceos
de los sifones en el Sistema de Garcés no dieron demasiados resultados, a los
meses nos llegó una noticia realmente extraordinaria: el fluorocaptor de
Fuenblanca, a unos cuatro kilómetros de distancia en el Cañón de Añisclo, había
dado positivo como consecuencia de las coloraciones que habíamos realizado en
los sistemas superiores. Aquel sorprendente dato daba continuidad al proyecto
de investigación que estábamos realizando en el Parque Nacional de Ordesa y
Monte Perdido, pero, sobre todo, aquel dato nos permitía seguir soñando con más
aventuras, aunque supongan pesadillas, pájaras y penurias. Y es que, sarna con
gusto no pica.
Texto: ErnestoFotos: participantes campaña Ordesa 2019
Topografías: Isidro Ortiz
Porca miseria? Buffff Qué angustia en Escuain
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