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23 abr 2020

Sarna con gusto



“No cojáis el coche el próximo junio y corráis hacia la tierra de los cañones con la esperanza de ver algo de lo que yo he intentado evocar en estas páginas. En primer lugar, no podéis ver nada desde el coche; es preciso que salgáis del maldito artefacto y andéis, mejor aún, os arrastréis, con manos y rodillas, sobre la piedra arenisca y a través de espinos y cactus.” 
Edward Abbey


Sarna con gusto

¡Porca miseria! pensé entre jadeos. Estaba solo y el agua apenas corría debajo de mí en aquella maldita gatera a doscientos metros de profundidad. De hecho, por eso estaba solo en las entrañas de la Tierra, porque el agua no corría. Andoni e Isaak habían continuado instalando la sima y la inmensidad opaca de una oscuridad total no tardó en engullir los destellos de luz y el lejano tintineo de hierros de mis compañeros, creando una abrumadora sensación de soledad. Yo me había quedado en lo que la vieja topografía francesa definía como vote mouillante. Se trataba de una gatera que las diferentes riadas habían ido colmatando hasta casi cegarla.
Instalar la sima R31, Tartracina para los amigos, era una de las primeras labores de la campaña de verano que el grupo de espeleo Otxola había organizado en el Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido.


Parecía que la Tartracina no nos lo iba a poner fácil, no desde el principio por lo menos. La temperatura aproximada de la cavidad era de entre dos y tres grados centígrados, igual que la del agua que regaba la mayoría de pozos por donde teníamos que rapelar. Para más inri, después de estrecheces y algún paso sifonante, estaba aquella gatera del paso mojado a menos doscientos, la cual nos obligaba a la utilización de trajes secos. Otxola había comprado dos de estos trajes en algún país de Europa del Este, los cuales habíamos probado una calurosa tarde de junio en una laguna de las afueras de Iruñea ante la mirada insólita de los domingueros. Efectivamente, sí, estos trajes son para ir a la luna, les confirmamos a los curiosos ante sus marcianas preguntas. Jotas aportó un tercer traje seco a la campaña. Por lo tanto, aquel condenado paso mouillante nos imponía la utilización de los famosos trajes, lo cual quería decir que tendríamos que entrar de tres en tres como mucho.
Oskar e Iñigo habían instalado los primeros cien metros unos días antes, en una jornada maratoniana después de ayudar en el porteo que realizaba el helicóptero para los dos campamentos de campaña. Habiéndose levantado a las cinco y media de la mañana del lunes en Nerín, llegaron a Iruñea a las tres de la mañana del martes, casi veinticuatro horas después. Iñigo solo encontró una explicación lógica a su labor:
-Sin ningún lugar a dudas, yo debo ser el más tonto del pueblo… ¡Vaya paliza!

Labores de porteo

El jueves de esa misma semana llegó al campamento montado un par de fajas por encima del refugio de Góriz el primer grupo de espeleólogos, recibidos amablemente por las deidades de la montaña con una buena granizada. Cargados de ilusión, con el cosquilleo de la incertidumbre en el estómago por los resultados que pudiera dar la campaña de ese año 2019, montaron algunas tiendas y cenaron con las últimas luces del día.
Al día siguiente Zuri, Ali e Itzi se repartieron los petates y conformaron el primer equipo de tres para darle caña a la instalación de la Tartracina. Jotas y Joanes entraron cuatro horas después para cogerles el relevo a las tres mosqueteras. Iñigo se quedó fuera tomando el sol, algo iba aprendiendo.


Parecía que nuestra presencia incomodaba a la que durante años, o décadas tal vez, había sido una oscuridad desértica. La baja temperatura, los bloques de hielo y el agua helada salpicándolo todo nos decían que no éramos bienvenidos. Los elementos subterráneos actuaban como anticuerpos rechazando el virus que representábamos los humanos. La cavidad nos ofreció una de sus caras más hostiles.

Campamento Tartracina campaña Ordesa

Isaak y yo llegamos al campamento en el atardecer de la segunda jornada de campaña, después de cabalgar algunas pistas rurales en el imbatible Twingo de Txibi y recorrer a pata algunos kilómetros del Parque hasta el campamento. El panorama que nos encontramos fue desolador. Itzi y Zuri estaban muertas de frío a pesar de estar en pleno agosto y sus miradas dejaban en evidencia las duras condiciones de la sima. Ali no dejaba de vomitar y se encontraba realmente mal.
-Zuri ha ido instalando –explicó Itzi-, y Ali y yo por detrás con los petates de material. Nos hemos quedado heladas esperando.
-Es que esta cueva es muy fría, y te mojas mucho –fue la conclusión de Iñigo.

Tartracina

¿A dónde coño he venido? Evidentemente, esta fue la pregunta que me hice una y otra vez en aquellas primeras horas de la que era mi primera campaña espeleológica de verano. Viendo el estado de mis compañeras, todas ellas mucho más curtidas que yo en batallas subterráneas, el cuerpo me pedía dar media vuelta y poner rumbo al Hotel Palazio de Nerín, donde seguro una buena cerveza me daría la bienvenida entre anécdotas de Pedrito. Una retirada a tiempo es una victoria que se ha dicho toda la vida, según parece inventada por un tal Napoleón, y que los cobardes repetimos habitualmente.
Ahora, por exigencias del guión, me reivindicaré como cobarde, para lo cual hace falta mucho valor. ¡Cobarrrrdeeerr! que diría otro personaje histórico. Siempre he oído que los cementerios están llenos de valientes, y las rutas al Everest llenas de gente congelada que no supo darse la vuelta. Según cuentan, una de las claves para sobrevivir en la montaña es conocer tus fuerzas y saber darse la vuelta a tiempo. Lo de la fuerza podría estar claro: el equipo es tan fuerte como el más débil del grupo. Lo de darse la vuelta, ya no es tan fácil. Complejos, vergüenzas, fanfarronerías y egos entran en conflicto habitualmente. En cualquier caso, la culpa casi siempre es del silencio. Todo Cristo se huele la movida pero nadie dice nada.
En espeleo, si hablamos de movidas o experiencias traumáticas, a mi la mente se me va automáticamente al día que realizamos la travesía B15-B1, cerca del Monte Perdido. La B15, boca superior de entrada al sistema, se encuentra a 2.216 metros de altitud y la B1, boca inferior de salida, también conocida como Fuentes de Escuaín, a 1.065 metros. Eso nos da un desnivel de 1.151 metros por las entrañas de la Tierra entre ríos, cascadas, galerías, meandros y lagos. Algo inspirador para los amantes de la aventura y de la literatura de Verne, y aterrador para la mayoría de los mortales.

Alzado sistema Fuentes de Escuaín

Aquel día cometimos la mayoría de errores que se pueden cometer, pero salimos vivitos y coleando, aunque fuese por poco, y aprendimos bien la lección. La espeleología es una actividad de equipo y es responsabilidad de todos que la empresa llegue a buen puerto. El día anterior un conocido de un conocido nos envió una foto y un comentario de cómo estaba el caudal en Fuentes de Escuaín, y nos ahorramos el paseo de ir a comprobarlo. Desayunamos realmente poco y nos pusimos en marcha. Nadie cogió su GPS y no teníamos coordenadas confirmadas (ya sabrá éste, o aquél debimos de pensar todos). Antes de encontrar la boca de la B15, estuvimos horas para arriba y para abajo por la ladera del monte coleccionando agujeros de nombre B y diferente número por apellido. Una vez dentro de la sima, pasada la cota de menos doscientos creo recordar, la única reseña que teníamos (otro gran error) indicaba que por la derecha entraba un pequeño aporte de agua. Nosotros vimos un riachuelo en toda regla. Sin insistir demasiado, alguien hizo algún comentario dando a entender que aquel punto era la última oportunidad de dar marcha atrás, pero nadie dijo nada y continuamos. El caudal del río por el que avanzábamos fue aumentando considerablemente hasta que nos surgió la duda de dónde debíamos ponernos los neoprenos. Antes de entrar no habíamos estudiado bien la topografía ni las diferentes reseñas, y la única que teníamos no lo dejaba claro. En cualquier caso, ya no había posibilidad de retirada. Habíamos descendido cientos de metros y el fuerte caudal convertía cualquier intento de remontada en una tarea titánica, en un momento en que, mis fuerzas por lo menos, empezaban a flojear. Según parece, nos pasamos la posibilidad de continuar por una galería fósil que atajaba algunas horas la travesía y lo hicimos por el río principal, que iba sobradísimo de agua, exigiéndonos un esfuerzo mucho mayor. El grupo se fue estirando debido a nuestros diferentes ritmos de avance y finalmente nos reagrupamos en la llamada Turbina, una gran cascada que formaba el río principal que entraba por la derecha. Aquel río saltarín de aguas vivas iba crecidísimo y nos confirmó que no iba a ser fácil salir de allí. Al llegar a una cuerda ascendente que salvaba una zona sifonada el grupo se rompió y, divididos en grupúsculos y completamente aislados entre nosotros, cada uno avanzó como pudo. El ruido atronador del agua boicoteaba cualquier intento de comunicación. Los que iban por delante llegaron al temido paso llamado túnel del infierno, el cual parecía estar completamente sifonado. Por momentos parecía sifonado, por momentos parecía que no. El primer grupo diseñó una estrategia: si conseguían cruzar, dos continuarían hasta afuera lo más rápido posible y sin detenerse, con la función de dar la alerta si el resto no conseguíamos salir. Los demás, si no conseguíamos salir, buscaríamos un sitio para intentar montar un vivac y esperar el rescate.

Planta sistema Fuentes de Escaín

Yo, que iba muy justo de fuerzas, me descolgué del primer grupo en la trepada y continué solo. Saber que varios compañeros venían por detrás me daba tranquilidad. Una falsa tranquilidad según supe después. Cometí el error de ponerme el buzo de espeleo por encima del neopreno, y las rodilleras por encima de todo. El alto caudal obligaba a continuas trepadas y destrepadas, y aquella armadura que me había puesto me desgastaba a cada movimiento. Otra lección de aquel día: en espeleo, menos es más habitualmente. El rugido ensordecedor del agua me aislaba completamente del mundo. Me concentré en intentar hacer bien las cosas, despacio, a mi ritmo, pero intentar hacerlas bien. No lo conseguí en todo momento. Mis fuerzas desaparecieron y mi progresión se ralentizó por completo. La pájara era total. Continuamente miraba hacia atrás esperando ver a alguien, o el resplandor de alguna frontal. En numerosas ocasiones me pareció oír sus voces, o el tintineo de su material colgando del arnés. Evidentemente, aquello era imposible. El estruendo atronador del cauce crecido solo me permitía oír mis pensamientos. La paranoia se apoderó de mis ojos y mis oídos. Sin pensar lo que quedaba por delante, intenté concentrarme continuamente en el siguiente paso a dar. No mires demasiado en el abismo escribió Edward Abbey, no sea que el abismo mire dentro de ti. Yo, por suerte, no era consciente que el agua estaba sifonando varios pasos por delante y creía que solo y únicamente estaba en mi mano el conseguir salir de aquella trampa acuática. Paso a paso, maniobra a maniobra, intenté concentrarme en el momento. En varios momentos me pareció ver y oír a mis compañeros por detrás, lo cual recuerdo como vagas imágenes de reflejos de luz. Aquellas diminutas señales me ofrecieron la tranquilidad que necesitaba para continuar. Sin duda, aquellos destellos fueron mi tercera persona. Los testimonios de experiencias muy extremas cuentan que se sintieron ayudados por la presencia de un compañero, y que no sentirse solos fue clave. Ese fenómeno se conoce como la tercera persona. Es una fuerza real, que te guía y te da valor en el solitario camino.
Yo en esas andaba, superando las dificultades una a una buscando sentirme acompañado aunque solo fuera por lejanas voces imaginarias. Cuando llegué al bien llamado túnel del infierno, dos compañeros me esperaban. Uno de ellos se hizo cargo de mí por completo al ver el estado en que llegaba y el otro se quedó esperando a los otros dos que faltaban por detrás.
Pasamos el maldito túnel a punto de sifonarse, rallando la roca del techo con el casco y teniendo que sumergir parte de la cara en el agua aguantando la respiración. Después hicimos una parada para descansar y atiborrarme de gominolas. Poco a poco, con la ayuda de mi compañero, conseguí superar todas las dificultades de cuerdas, pasos a punto de sifonar, estrecheces y cascadas brutales hasta el exterior. Eran las tantas de la madrugada y el contrapunto del color verde de la vegetación me arrancó un suspiro de calma.
En Fuentes de Escuaín, boca inferior de la travesía, los compañeros que habían logrado salir con la misión de activar un posible rescate nos dieron una emocionada bienvenida. Llevaban dos horas de angustiosa espera, intentando controlar si el cauce subía o bajaba, valorando nuestras posibilidades de éxito.
Mojados, tapados con mantas térmicas y espeleoponchos, nos quedamos a esperar a los tres que faltaban.
Tres horas después aparecieron las luces del último grupo. Sus caras describían la odisea que habían vivido. A uno de ellos también le había dado una pájara de elefante y había perdido toda autonomía en las maniobras de progresión por las cuerdas. Además, dudaron varias veces sobre la ruta a seguir. Aquel día teníamos la función de renovar la instalación de cuerdas fijas de la cavidad, función que en principio fuimos realizando, hasta que, dado la gravedad de la situación, la prioridad fue salir de allí cuanto antes. Por ello, cuando el último grupo llegó a varios puntos y vio lo precario de la instalación, no les entraba en la cabeza que los demás hubiéramos pasado por allí. Dieron varias vueltas hasta convencerse que debían continuar por aquellas penosas cuerdas.
Sea como fuere, estábamos todos fuera, constatando lo acertado da las decisiones tomadas in extremis ante lo complicado de la situación. Llegamos a los coches casi veinticuatro horas después, en un silencioso camino de retorno. Algo había fallado. Sabíamos que ese día y los siguientes no iba a llover. Sabíamos que los días anteriores había llovido, así nos lo indicaban los dos pluviómetros de la zona que habíamos consultado, pero el estado de los ríos principales era el habitual, sin nada que indicara grandes crecidas. En cualquier caso, viendo la crecida que llevaban los ríos subterráneos, llegamos a la conclusión de que en esa zona se había dado alguna fuerte precipitación muy localizada sin llegar a ser registrada por los medidores. Otro gran condicionante, sin duda, fue el permiso que teníamos para realizar aquella travesía regulada. Habíamos rechazado una primera fecha por mal tiempo, por lo tanto, o la realizábamos aquel precioso día, o el permiso se nos caducaba. Como sucede a menudo, las ganas y la ilusión le ganaron todas las batallas a la prudencia. Aquella experiencia, casi traumática, nos llevó inevitablemente a la autocrítica, tanto personal como de grupo, y resultó ser un gran aprendizaje colectivo.

Equipo coloración Cigalois

Volviendo a la campaña de verano, con los incómodos recuerdos de Escuaín presentes, el respeto que me imponía la Tartracina era más que evidente. Jotas y Joanes salieron sobre las tres de la mañana después de haber cogido el relevo al primer equipo y al día siguiente entraríamos Isaak, Andoni y yo. Isaak y Andoni, como ya he mencionado, continuarían con la instalación de la sima y yo me quedaría en el paso mojado de menos doscientos quitando algunas piedras e intentando canalizar un poco el agua para que corriese. Si evitábamos que el agua se estancase, el paso mojado sería mucho menos mojado, lo cual era un avance importante teniendo en cuenta la fría temperatura.
El susto de Escuaín y el testimonio de los que salían de la Tartracina me habían atormentado toda la noche anterior. Vuelta y vuelta en la tienda de campaña, las pesadillas fueron de órdago.

Pozo de 60 desde su base

En la gatera, una vez que tuve el agua encauzada, me encaminé hacia donde creía que estaban mis dos compañeros. Siendo la tarea de instalar lenta y trabajosa, no tardé en alcanzarlos una hora después en la cabecera de un pozo de sesenta metros por donde el agua se precipitaba mojándolo todo. Metro a metro, por un barranco calizo espectacular, llegamos hasta el pequeño colector de menos cuatrocientos. El objetivo de aquella jornada quedaba cumplido.
El escalador Tommy Caldwell escribió que lo mejor de darte con la cabeza contra la pared es lo bien que te sientes cuando paras. “Lo mejor de entrar en las cuevas es salir” que decimos los espeleólogos. Ascender los más de cuatrocientos metros que habíamos descendido nos llevó entre cuatro y cinco horas de continuo esfuerzo, sudando y acalorados a pesar del intenso frío. En la base del pozo de sesenta picamos algo y tomamos una reconfortante sopa. Los trajes secos los dejamos en una pequeña salita después del paso mojado, a la espera del equipo del día siguiente. El de Jotas, que había llevado puesto yo, se había pinchado. La costura del viejo buzo de PVC que llevaba por encima se había reventado y las cortantes aristas de caliza hicieron el resto.
Una vez llegados al campamento pasadas la una y media de la madrugada, reventados y de subidón al mismo tiempo, nos metimos un plato de lentejas con chorizo entre pecho y espalda nivel Dios.

Coloración en Cigalois

Los siguientes días, mientras hacíamos alguna prospección por el carst y cuatro coloraciones en ríos subterráneos, varios equipos continuaron con la instalación de la Tartracina, realizando una escalada para cortocircuitar un primer sifón y, tras llegar al gran colector, colocar dos fluorocaptores.
Las fechas y los recursos no dan para todo y el buceo del tercer sifón de la Tartracina queda en el aire. Todavía con la presión de ir a un lugar extremo pero con algo más de confianza debido a la experiencia positiva de la jornada anterior, me toca (y además me apetece) bajar hasta el gran colector para recoger los fluorocaptores y comenzar la desinstalación de nuestra amiga la Tartracina.

subidón al llegar a campamento

Itzi, Isaak y yo formamos equipo. Bajamos hasta el pequeño colector de menos cuatrocientos como un tiro, en un par de horas. La confianza fue haciéndose un pequeño hueco en mi mente, dándome la oportunidad de disfrutar de una señora sima. El estrecho meandro serpenteante que formaba el pequeño colector nos condujo hasta el gran colector después de unos cientos de metros y de cortocircuitar el primer sifón con una escalada. Al fin, poníamos los pies en aguas del gran colector. Los golpes de gubia dejaban en evidencia cómo el agua había tallado a lo largo de miles de años aquel gran colector en forma de tubo horizontal, de una forma semicircular extraordinaria. El paseo se convirtió en una experiencia sensacional. Espectacular. Única. La sensación de plenitud fue total, aún siendo conscientes que más de cuatrocientos metros de roca por encima de nuestras cabezas nos separaban del exterior. Me sentí privilegiado de estar en aquel lugar tan terroríficamente precioso.

Gran colector

La campaña de Ordesa se prolongó unos días más y, a pesar de que los buceos de los sifones en el Sistema de Garcés no dieron demasiados resultados, a los meses nos llegó una noticia realmente extraordinaria: el fluorocaptor de Fuenblanca, a unos cuatro kilómetros de distancia en el Cañón de Añisclo, había dado positivo como consecuencia de las coloraciones que habíamos realizado en los sistemas superiores. Aquel sorprendente dato daba continuidad al proyecto de investigación que estábamos realizando en el Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido, pero, sobre todo, aquel dato nos permitía seguir soñando con más aventuras, aunque supongan pesadillas, pájaras y penurias. Y es que, sarna con gusto no pica.

Parte del grupo de la campaña de verano 2019

Texto: Ernesto
Fotos: participantes campaña Ordesa 2019
Topografías: Isidro Ortiz


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